ABEJAS SIN POLEN
Los ojos de papá siempre miraron hacia adentro. Eran como dos pelotitas oscuras escondidas detrás de unas inmensas ojeras. Eran ojos perdidos, ojos bajo las llaves de unas pestañas tupidas y negras, ojos muertos. Pocas veces logré verlos. Papá era un hombre silencioso y tan avergonzado de sus ausencias que esquivaba la mirada. Nunca supe de qué color los tenía. Las contadas ocasiones en las que pude observarlos, se veían distintos. Algunas veces café, otras amarillos o tan negros como dos abismos sin fondo.
Hace poco y después de muchos años, cambiando la radio de mi auto me encontré con una canción que me removió la memoria. Aquellos ojos verdes, de mirada serena, dejaron en mi alma, intensa sed de amar. Me estacioné en la calle, subí el volumen y esa melodía me llevó hacia un tiempo que tenía olvidado. Era la misma sensación que tuve cuando le compré a mamá un perfume que me había encargado y la vendedora me roció un poco en la muñeca. Cuando llegué a casa con el regalo, le pregunté a mamá por qué ese olor me era familiar. “Porque lo usé mientras te daba pecho”, me contestó ella sin inmutarse.
Ahora sé que mamá tampoco tuvo suerte enfrentando esos ojos. Siempre me dijo que los míos verde musgo los había sacado de su madre, mi abuela, la orgullosa dueña de un par de esmeraldas brillantes que siempre opacaron a su única hija. Cuando era niña, mamá no podía entender la mala suerte de haber salido tan morena como el abuelo teniendo una madre que causaba estragos en el pueblo con esos ojos gélidos. “¿Esta es tu hija?, le preguntaban incrédulas sus amigas del Club. Mamá, asomaba detrás de sus faldas con el terror de la frase que seguía. “Ah, se nota que se parece el papá”. De poco le servía el consuelo de su padre cuando se acordaba de esos episodios: “Nosotros somos feos, pero gustadorcitos”. Por más que mi mamá se miraba al espejo, no se encontraba el gusto del que le hablaban.
Mi vieja estuvo varios años de su infancia convencida de que su madre veía todo azul. Por eso la perseguía por la casa de Tomé mostrándole manzanas, juguetes y vestidos para que ella le contestara de qué color los veía. Pero por más que la abuela le demostraba que distinguía perfectamente el rojo del verde, del morado y del amarillo, mamá pensaba que se trataba de una trampa. Y lo era. Por lo menos eso de que los azules de la abuela eran tan poderosos que traspasaron a través de dos generaciones hasta llegar a mí. Sólo que mamá no lo supo hasta dos años antes de que la abuela muriera.
Mi nana fue quien le dio la primera señal. “Dígale a su mamá que le cuente la verdad”, le susurró un día cuando se iba con una bolsa de sábanas sucias de vuelta a su casa. A mamá se le clavó esa duda como un alfiler en el pecho. Se dio media vuelta y vio a su madre con ochenta y un años y dos preinfartos a cuestas. De la rubia coqueta encaramada en tacones altísimos, sólo quedaban los ojos fieros y celestes. La abuela apenas caminaba, usaba unas pintoras floreadas y se le escapaban los recuerdos. Ahora sorbía una sopa ruidosamente mientras miraba la tele con unos anteojos gruesos. El último diagnóstico de los doctores había sido irrevocable: en cualquier minuto su corazón dejaría de latir y no había nada que hacer al respecto. Mientras la miraba terminar la sopa sin sal que tenía enfrente, mamá sintió en la guata que sí existía una verdad por revelar. Y que no podía dejar que la abuela se muriera sin habérsela confesado.
Siempre pensé que este trozo de texto sería el primer capítulo de mi novela. Hasta ahora, eso es un sueño, porque la historia que sigue es real y dolorosa y porque soy muy N.N en el mundo editorial. Pero ahí está mi esta hojita huacha, recordándome que tengo una misión pendiente, aunque me dé susto, no me la crea y me tire al suelo de vez en cuando. Comenten ustedes, qué les parece este inicio de caída libre.
Y lo otro: este viernes prometo un nuevo Grandes Exitos. Y de ahí en adelante, cada viernes. Pero comprendan que este aterrizaje ha sido raro, lleno de sorpresas y cosas por descubrir. Deme tiempo de digerir un poco.