24 noviembre 2010


Hechos de la causa
Por Pepa Valenzuela


Mi mejor amiga cumplió 30 años. Se puso unos zapatos azulinos de taco aguja y compró empanaditas de queso, jamón, champiñones y hamburguesas en miniatura para celebrar. La Carola forra su horno con alusaplast cuando pone cosas a calentar. En su casa, el único cuadro que hay es uno mío: el cuadro tiene rosas rojas de género, una Marilyn Monroe con el vestido blanco al viento y la frase: Love or leave me. El fin de semana fuimos a bailar al Ilé Habana para seguir celebrando sus 30. La Carola se puso unos tacos negros tipo Lady Gaga, unos shorts cortitos negros de raso y una polera con rosas rojas. Tomó roncola, porque eso es lo que le gusta a la Carola, el ron, y bailó hasta que el pelo se le pegó a la espalda y tuvo que tomárselo en la nuca. La Ingrid fue a la peluquería ese día y llegó con su pelo rubio, largo y liso. Diego decía que se sentía como en Cuba y miraba impresionado el porte de los negritos enormes que circulaban por el local. La Maca andaba con sueño y se veía preciosa porque le pinté los ojos ahumados y la peiné con una cola de caballo. Pelao terminó la campaña de la luca para comprarle una lavadora a un hogar de niños y la Cony me contaba cómo sin contactos políticos, una jueza, aunque tenga las mejores notas, no puede llegar a ninguna parte. Yo tomé piscola, y comí jamoncitos de una tabla y pensaba en cuánto echaba de menos al Negrito. Bailé con Ney, un amigo peruano que tiene una larga cola de caballo y modales de caballero, y con Rafael, el hermano de Marlina, mi ayudante cubana de la Universidad a quien nos encontramos por casualidad.
Marlina se tiñe el pelo rubio, aunque es morena, vive en La Florida, se quiere ir a vivir a Costa Rica y siente que no encaja con sus compañeros de la Universidad ni con Chile y en eso tiene razón. Marlina tiene más chispa que eso. Tiene ojo y olfato de periodista y escribe con las entrañas. Hace poco almorzamos juntas con mi mamá y de regalo, me trajo ocho quequitos hechos por ella de arándano y chocolate que me comí en dos días.
Estuve con mis dos papás: mi papá periodístico, Enrique, cuando cumplió 67 años. Un grupo de periodistas pioneros, entre 60 y 70 años y yo comimos salmón con papitas con parejil en su departamento museo lleno de muñecas matrioskas, caballos, cajas musicales, cuadros, principitos, gardeles y nerudas. Cantamos cumpleaños feliz, tomamos vino y Mario Gómez López recitó Las Palabras de Neruda con esa voz profunda, ronca, los ojos brillantes y vivos. Me dieron ganas de llorar cuando lo escuché. A Enrique le regalé La elegancia del erizo, un libro que habla de la amistad entre una niña y una señora con el alma abierta, así como él y yo. Después, vi a mi papá de verdad. Nos juntamos a almorzar en la caja para la tercera edad. Papá está delgado, un poco ido después del último infarto y ese tono cetrino de la antigüedad en la piel. No contestó ninguna de mis preguntas, hostigó al mozo, me dijo que me quería mucho y quiso tomar el metro conmigo. Ninguna de las vacas jóvenes que iba sentada le dio el asiento y cuando tuve que bajarme y dejarlo dentro del vagón, quedé descorazonada, aterrada de que cayera al suelo, destrozada frente a lo implacable de la vejez.
Un taxista me dijo el otro día que lo que más le gustaba hacer en la vida era leer, pero manejando ya no tenía mucho tiempo para hacerlo. Me dijo que cuando se jubilara, se iba a ir a una casa en la playa a dormir, comer y leer sentado, mirando el mar. Yo le dije que cuando yo me jubilara iba a hacer exactamente lo mismo, pero que todavía tenía muchas cosas por terminar. Todavía no sé bien cuáles.
Con mis alumnos fuimos al Mercado Central. Ellos se dedicaron a reportear mientras yo los miraba de lejos para saber cómo lo hacían. También me di unas vueltas por fuera, entré a una liquidadora de ropa deportiva y aún ahí la ropa era carísima, llegué por casualidad a la Casa Blanca y miré vestidos de novia junto a muchas señoras mayores y después compré unas rosas de género chiquititas para ponérselas a unos cuadros que pretendo pintar. Dormí una semana con Patrick Bateman, el sicópata de American Psycho de Bret Easton Ellis y una de esas noches, soñé que él me perseguía y mi celular sangraba por las teclas. Se me quedó mi teléfono una noche en la casa de la Pame, que ya ha tenido dos operaciones de columna, una manga y ahora, figura en silla de ruedas porque se partió una pierna en dos. Se cayó en el colegio donde hace clases por culpa de unas challas. La saqué a dar una vueltecita en la silla de ruedas y comimos helado centella que tiene 40 calorías. También conocí a mi sobrina Valentina que acaba de llegar al mundo y ya es una preciosura, perfecta, rucia, exquisita.

Vi a la Carlita que está con licencia médica por estrés y ahora vende ropa linda en su casa. Ese mismo día fuimos a ver la presentación de su hijo Matías en el colegio. Matías está en octavo, ya nos pasa a las dos en altura y bailó reggaetón. Cuando lo mira en actos públicos, a la Carlita le da una risa nerviosa y lo graba y Matías la mira y le sonríe porque aunque está enorme aún no le da plancha que su mamá le grite, lo besuquee, lo apachurre delante de sus compañeros. Es un lindo niño Matías.
Con la Maca vamos casi una vez a la semana a cantar a StarBar, un karaoke en Santa Isabel. Ya todos nos conocen, nos saludan de beso y las dos nos sentamos a mirar el cancionero, hablar del futuro y a cantar casi siempre las mismas melodías. Allá nos sentimos tan como en casa, que sólo nos vamos cuando el sueño es feroz y tenemos que volver a la vida real. Ahí donde hay trabajo, cuentas, días, horas, helados y empanaditas, el infaltable pisco sour, almuerzos, libros, paseos, y gente. Gente que celebra cumpleaños, matrimonios, guaguas, gente que una no se aburre de ver nunca, gente que una quiere y que hacen que estos hechos de la causa sean mucho más que hechos.