06 marzo 2010


El día D
El terremoto y la huida en primera persona

Por Pepa Valenzuela
Sentadas alrededor de la mesita de mimbre de la terraza de la casona de la playa en Maitencillo, finalmente las siete hacíamos un brindis con piscolas y pisco sours. Habíamos estado planeando la despedida de soltera para la novia con un fin de semana en la playa hacía tiempo. Y todo había salido como esperábamos: teníamos listo el video con el novio, comida en abundancia, una casa enorme que nos prestó una prima de una de las organizadoras y lo más importante, habíamos logrado secuestrar a la novia, quien a las 13 horas de la tarde del viernes, ya había terminado su pega de jueza y no tenía idea que en un momento más, tres de nosotras terminarían metiéndola al auto y llevándola hasta la costa sin pedirle ni permiso. El novio, uno de mis buenos amigos del colegio, ya nos había hecho su bolsito y nos había regalado todo el trago. Un marido dadivoso, nos compró carne y longanizas en La Vega para que hiciéramos dos tremendos asados. Y nosotras, habíamos estado coordinando todo vía mails masivos que cada día tenían algún inconveniente o incendio nuevo. Así es que estuviéramos al fin ahí, con la novia con una sonrisa de oreja a oreja por vernos a todas reunidas, nos tenía dichosas. Y un poco arriba de la pelota. Llevábamos varias horas bebiendo, contándonos todas nuestras peripecias, datos y anécdotas en el mambo horizontal, desmenuzando todas nuestras gracias y desgracias en ese ámbito y desnudando nuestra propia sexualidad. Así es que un poco antes de las tres de la madrugada, todas bastante chispeantes, decidimos que ya era hora de mostrarle a la novia el video donde el novio contestaba nuestro pícaro cuestionario. Entramos a la casa y nos acomodamos todas arriba de la cama matrimonial. La anfitriona conectó la cámara a la televisión y le preparamos una díscola piscola a la novia, para que bebiera un sorbo cada vez que no le achuntara a las respuestas de su futuro marido. Y empezamos a ver: en la pantalla, el pobre novio, estaba amarrado al catre, lleno de besos rojos pintados en la cara y el cuello, un pañuelo amarrado en la cabeza y con cinco de nosotras, agasajándolo disfrazadas de mujeres de lujo de arriba de una cama de dos plazas. La novia se reía a carcajadas. “¡Pobre! ¡Y se prestó para eso!”, y seguía riéndose con la guata agarrada a dos manos. Mi traste, enfundado en una mini dorada de lentejuelas, acaparaba la mitad de la pantalla. Mientras el novio, empezaba a responder dónde le había pedido pololeo a la novia, cuál fue su primer beso con ella, posiciones favoritas, anécdotas triple X. Buen matrimonio iba a ser ése, pensaba yo: la novia, le achuntaba a la mayoría de las respuestas. No era de extrañar: mi amigo lleva 9 años con su novia, desde el segundo año de la Universidad. Y es una de esas parejas que se aman con locura. Que se acompañan y se cuidan como dos buenos amigos. Uno de esos amores que tienen sentido. Pero cuando terminamos de ver el cuestionario y sólo faltaba el mensaje romántico del novio a la novia, la tierra comenzó a moverse. Primero suavemente. “¡Mierda! ¡Está temblando!”, gritó una de nosotras e inmediatamente cuatro salieron disparadas de la cama hacia el ventanal. Lo abrieron y salieron al patio. Una gritaba, llorando. Yo, me quedé encima de la cama, sentada, alerta. La verdad es que no les tengo miedo a los temblores: estoy acostumbrada a vivirlos en altura y mamá, que sobrevivió al terremoto del 60, me enseñó a mantener la calma frente a esas circunstancias. Pero calma era lo que menos había en casa. Menos cuando la casa se movió de un lado a otro, en fuertes remezones. Una de las chicas lloraba, con las manos sobre los ojos. Las otras se daban vueltas como gatas en el patio. La anfitriona, cacheteó a la que lloraba. ¡Basta! ¡Tranquilízate! Entonces paró de temblar. Y todas salimos raudas hacia la calle a ver qué pasaba. Y ahí vimos: la mayoría de los autos estaba con las luces encendidas, listos para arrancar. Algunos vecinos deambulaban abrigados, preguntando qué había pasado. y nosotras, cada una con el celular en mano, intentaba en vano comunicarse con sus respectivos novios, madres e hijos. Sólo una lo logró, durante el sismo, con su pololo: ¡Mora, se está cayendo el edificio!, alcanzó a decirle él antes de que se cortara la comunicación. Ella comenzó a llorar desconsolada. Y cada una, seguía deambulando como loca con su celular en la mano. Hasta que nos juntamos. Y empezaron las propuestas: esto fue fuerte, va a haber tsunami, tenemos que devolvernos a Santiago. ¿A Santiago? ¡Estamos todas con trago en el cuerpo! ¡Nos podemos matar! Cuatro de nosotras, volvimos a entrar a la casa, mientras dos, la anfitriona que tiene dos niños pequeños y otra, intentaban seguir comunicándose con Santiago infructuosamente. Las demás, nos metimos en sacos de dormir y nos quedamos dormidas.
Desperté un poco antes de las siete de la mañana cuando escuché a las dos que quedaron despiertas hablando por teléfono. Recién habían logrado contactarse. A una de ellas le dijeron: La CNN dice que hay riesgo de maremoto en toda la costa de Chile y Perú. Entonces sentí los pasos. Alguien zarandeándome las piernas. “Pepa, despierta, nos tenemos que ir porque hay riesgo de tsunami”. En un dos por tres, la casa estaba ordenada, los bolsos hechos, los sacos de dormir envueltos. Todas teníamos una cara de terror espantosa. Nos abrazamos antes de meternos cada una a los dos autos que teníamos y nos deseamos suerte. Seguí llamando a mamá sin éxito: estaba preocupada por ella. Estaba sola, durmiendo en su departamento del sexto piso de las Torres San Borja. Pero me era imposible la comunicación. Recordaba entonces, para relajarme, lo que siempre me decía cuando había temblor y nos abrazábamos debajo del dintel de la puerta: “Mijita, si estas torres se caen, está todo Santiago abajo, muerto. Estas torres van a ser las últimas en caer, son muy firmes”. Respiraba. La conductora, con mano firme, manejaba con una entereza increíble. Atrás, otra amiga dormía: ya había podido hablar con su novio, el que le gritó que el edificio estaba caído y estaba bien, a salvo. Dentro de todo, iba tranquila: pensaba que habernos ido, era una exageración. Más aún en esas condiciones. Hasta que llegamos a la carretera 5 Norte y la vimos: una pasarela peatonal partida en dos encima de la autopista como un pedazo de papel. Un carabinero estaba desviando el tránsito hacia la caletera. “¡Cresta! Mira la pasarela!. Entonces empecé a llamar de nuevo a mamá. Esta vez, me contestó: “¡Hija, hija! ¡Cómo estás!”. Le dije que bien, regresando a Santiago. “Me evacuaron, mijita. Estuvimos tres horas abajo del edificio, se cayeron escombros dentro de las torres, se me cayeron los cuadros, los floreros, todo. Pero estoy bien”. Ahí empecé a tiritar. En las torres jamás se caía ni un chiche de estantería. La cosa había sido fuerte. Mi estómago se apretó al instante. Empecé a sentir dolor de guata. El dolor fue creciendo a medida que vimos la segunda, tercera y cuarta pasarela peatonal quebrada arriba de las vías. Ya nos aproximábamos a Lampa cuando vimos un cuadro apocalíptico, igual a la película Tornado: una chimenea de humo negro que a lo lejos, cubría todo el cielo. Al poco rato, entramos en la niebla. En un pedazo espacial negro, frío, con un olor tóxico. Una de las fábricas, que después supimos cuál era, se estaba incendiando. A lo lejos, se veían más focos del fuego. Por la misma pista en la que íbamos, los autos se devolvían en 180 grados. Tuvimos que darnos vuelta para entrar a la caletera. Ahí una fila interminable de autos, camiones, gente que había huido desde la costa al igual que nosotras, avanzábamos increíblemente despacio. Pasamos por Colina y Quilicura hasta que al fin entramos a la ruta camino al centro de Santiago. Miré el reloj: nos demoramos cuatro horas en llegar hasta la capital. Cuando me bajé, subí casi corriendo las escaleras con un bolso y el saco de dormir a cuestas hasta el sexto piso. Mamá salió sin pintura, con la ropa que se puso arriba del pijama. Nos abrazamos largo rato en la puerta. Nos abrazamos porque estábamos vivas y juntas. Nos abrazamos porque la torre, con escombros superficiales menos, aún estaba en pie y nosotras también.