06 febrero 2011


30

Por Pepa Valenzuela


De repente una despierta y tiene 30 años. De repente una, que todavía siente que tiene corazón de 17, esperanzas de 15, ganas de 24, sueños de 10, amanece con 30 y se sienta en la cama a pensar cómo diablos pasó todo tan rápido. Cómo es posible que el colegio quedara 12 años lejos, que la universidad esté a 7 de distancia, que el primer amor sólo sea un recuerdo en tercera persona, que algunos amigos de la infancia hayan cambiado tanto, que tus papás ahora califiquen para la tercera edad, y que una sea una mujer adulta frente al espejo.


Una mujer hecha y derecha que ya no tiene excusas para hacer tonteras de pendeja, que no pueda salirse de madre para dar algunos ejemplos, que tiene que apechugar con situaciones familiares difíciles, que ya no puede quedarse llorando meses sobre la leche derramada, que sabe que ni lo bueno ni lo malo son eternos, que perdona, pero selecciona, que ama pero agregándole cabeza a la sopa de hormonas e ilusiones, que empieza a darse cuenta de la posibilidad real de la muerte, que sale a trabajar así se esté cayendo el mundo, que dice que no cuando quiere decir que no, que algunas noches prefiere acostarse con el noticiario, que no tiene culpas frente al sexo, que prefiere beber menos, más caro, pero rico, que goza con un buen plato de comida o cocinando para sus visitas, que empieza a creer en cosas que no ve, que descubre a las personas de un solo vistazo, que tiene más conciencia de sí misma y del resto, que empieza a abrirse a otras opciones que jamás había pensado, que atesora como hueso santo a los amigos que se quedaron a pesar de todo y a los nuevos que aparecen en el camino, que entiende que hay que cuidarse el cuerpo y el alma, que empieza a hacerse cargo de los padres, que comienza a soñar con hijos, que tiene bien definido lo que quiere y lo que no de su vida y trata de no olvidarlo para conseguirlo.


Cuando una de repente despierta y tiene 30 años, mira hacia atrás y recuerda los sueños, amigos, amores, proyectos y momentos que se fueron para siempre y entiende por qué tenían que partir, por qué es mejor que no vuelvan jamás. Recuerda a quienes te hicieron feliz la infancia, dichosa la juventud, único el crecimiento, quienes son los artífices de tu memoria y de quién eres ahora. Cuando una de repente despierta y tiene 30 años, también le da vueltas a lo que le falta, a la patita coja, al amor que aún no se manifiesta, al cambio a una casa más grande, a las ingratitudes del oficio, a los niños que quisiera traer algún día al mundo, a los libros que querría publicar, a los trabajos que quisiera aportar en algo, a las cosas materiales que quiere obtener, al tiempo que quiere entregarles a quienes ama y no puede, a las ilusiones que una tenía y aún no se han cumplido. Pero también entiende que ningún sueño es tan perfecto como una cree. Que nadie está completo nunca. Incluso que lo ideal puede ser un total infierno y que lo que dicen las viejas - por algo pasan las cosas - es la pura y santa verdad. Pero sobre todo, a los 30 años una descubre que tiene más de todo lo que soñó tener alguna vez: un departamento lindo, propio y tranquilo, unos amigos de lujo, los mejores del planeta, una madre espectacular, una familia extraña, pero que una quiere, un trabajo que llena el alma, vocación de ser feliz, salud, ciertas bellezas por fuera y por dentro, sentido del humor, momentos inolvidables, capacidad para hacer casi todo lo que una quiera cuando quiera, ganas de seguir creciendo, fe en la vida y en los demás, gente que te ama sinceramente. Entonces sí, cuando de repente una despierta y tiene 30 años y se pregunta cómo diablos todo pasó tan rápido y constata que ya es una mujer hecha y derecha y recuerda lo perdido, lo que falta y lo que tiene, al final termina agradeciendo. Agradeciendo desde el corazón. Por todo lo vivido. Por todo lo aprendido. Por todo lo disfrutado y lo sufrido. Por el futuro que viene hacia adelante. Pero más que nada por este ahora. Porque a los 30 años una es así de feliz.