Este fin de semana leí todos los especiales habidos y por haber sobre Pinochet. Y me emocioné con tanto dolor de los que no conozco. Y me acordé de algunas imágenes de mi propia infancia corriendo con los ojos cerrados de lacrimógenas por el centro, de la mano de mi nana embarazada de seis meses. También de tres escenas que debí haber escrito en ese momento, pero que se me quedaron atrapadas en el miedo de ver cómo aún queda gente que justifica el asesinato, la tortura y la represión brutal. Cada uno sabe por qué está de qué lado. Y aunque algunos fieles lectores no lo compartan (al igual que muchos buenos amigos que tengo sentados en la otra vereda), no puedo dejar de contarles cuáles son algunos de mis motivos. Aquí, sólo dos recuerdos del horror.
FLORES SIN DIENTES
Juntamos la plata a duras penas. No teníamos un mango en esos años, con suerte nos daban mesada para un helado de agua a la salida del colegio, pero lo hicimos igual. Mis compañeritas de octavo me pasaron la recaudación en una bolsita roja y me nombraron delegada de la misión regalo de despedida. Queríamos comprarle un ramo de flores a la Miss Juanita cuando saliéramos de la básica y nos hiciéramos grandes. Quéríamos darle una sorpresa a la profe que nos ponía apodos, que nos escuchaba como si nuestros rollos no fueran tonteras de cabras chicas, que nos había enseñado a tejer y a bordar - incluida a la Mona, que tenía una dislexia feroz - que nos tapaba los condoros adolescentes frente a inspectoras de alma marchita. Por eso queríamos un ramo lindo, grande, pero también, barato. Así es que esa tarde calurosa de diciembre, partí sola, de jumper y con la bolsita de dinero en mi mochila fluorescente a la Pérgola de las Flores. Un lugar al que jamás había ido. Una feria de claveles, rosas, gladiolos y margaritas donde todos gritaban y me mostraban arreglos colorinches embutidos en esponjas verdes. Yo miraba todo muy seria, preguntaba precios, anotaba y seguía mi recorrido. Hasta que una señora me invitó con la mano a su local. Con la otra, se tapaba la boca mientras hablaba y me enseñaba sus reliquias floreadas. Le pregunté por qué se tapaba si en esta vida había que sonreír. A ella se le aguaron los ojos. A mí también, porque enseguida comprendí que había metido la pata. La señora Gloria destapó su vergüenza y dejó al descubierto una boca mustia donde no había un solo diente. Un hoyo negro donde hacía años no se alojaba una sonrisa. De la mía no salieron más preguntas. Pero de la suya, salió el terror. La señora Gloria había nacido en el campo. Allá donde no había luz, ni agua de llave, ni autos ni televisor. Allá creció cultivando la tierra, corriendo a pata pelada, sosteniendo a una madre que de vez en cuando se enfermaba y caía en cama. Por eso, cuando cumplió 13 años, decidió venir a Santiago a trabajar, a buscar futuro, a soñar en grande. Llegó a la casa de sus abuelos en Conchalí la noche del 10 de septiembre de 1973. El otro día lo pasó embobada mirando los autos que pasaban por su calle, desde la reja de la suya. Pero en la noche, no pudo resistir la curiosidad y salió a la calle a observar los postes de la luz, esos que jamás había visto en su campo natal. Así estaba, prendada de la luz fulminante del foco, cuando una patrulla militar la detuvo por huasa, sospechosa, tontona. Cuando intentó explicarles por qué estaba ahí, mirando la luz, le cerraron la boca de una sola patada. A la pequeña Gloria la llevaron al Estadio Nacional, aunque no sabía de UP, golpes, militares ni política. Le volaron cada uno de sus dientes con golpes de metralletas, patadas y combos. No recordaba cuántos días estuvo ahí, sólo que en su cabeza intentaba cantar lo que su madre le entonaba cuando aún era más niña mientras un ratón se colaba en su entrepierna. La señora Gloria no recordaba cuándo ni cómo la soltaron. Así, sin sonrisas, con la infancia hecha añicos, condenada a la desolación de sus recuerdos. Cuando le dije que yo también tenía 13 años, me dio un abrazo en el que recuerdo que lloré impotente por no poder devolverle un pedacito de su niñez, la misma que yo tenía a esas alturas. Cuando regresé a mi casa con uno de sus arreglos entre las manos y los párpados hinchados, mamá me preguntó por qué había llorado. Ella se acuerda que le contesté: "Porque hasta hoy día no sabía que había tanta maldad".
EL CORAZON DEL SOLDADO
Papá era un hombre sordo. No escuchaba al resto, no compartía ninguna idea que no fuera alguna que ya hubiera pasado por su cabeza, no oía mis historias imaginarias, simplemente no estaba ahí. Papá entró a los 15 años a la Escuela Militar para salvarse de un futuro en el que sus padres ya no podrían costearle la universidad. Aprendió a callar, obedecer, a cuadrarse como una estatua, a soportar las humillaciones de los castigos que lo sacaban a trotar a las 5 de la mañana en medio de la garúa, a tragarse sus pensamientos y a eliminar todos los rastros de sus emociones. Cuando pudo, se retiró del ejército para cumplir sus sueños profesionales. Pero en cierta medida, ya era tarde. Los militares le habían anulado la capacidad de oír y también, de amar sin cordones anudados a la razón. Lo habían dejado de por vida estirando las sábanas de su cama de manera enfermiza, ordenando los calcetines por colores, estirándose como un palitroque cuando no sabía enfrentar sus fugas sentimentales. Papá nunca hablaba de su época de militar, pero yo tenía mis dudas. Unas que se me hizo una necesidad aclarar cuando Pinochet quedó detenido en Londres y volvían a la palestra los degollados, los desaparecidos, los fusilados, los torturados, los fantasmas de un dolor que no sé por qué, quizás porque yo sí sentía, me ardía silenciosamente. Por eso partí a su departamento y encontré a papá como siempre. Meciéndose en su sillón de mimbre con la radio encendida. Sin rodeos le pedí que me contara de su era de soldado. Y luego, le pregunté qué habría hecho si el golpe lo hubiera pillado de uniforme. Por primera vez, papá no esquivó su respuesta. Y me dijo fuerte y claro que él era un militar constitucionalista que tenía corazón suficiente como para no pararse frente a otro ser humano y atravesarlo a balazos. Que ser soldado nunca había sido seguir las instrucciones sin pensar de un asesino en serie. Que las ideas se defendían con palabras, no con el bototo aplastante de la muerte. Ese día me levanté de mi asiento, le di un beso en la pelada y le conté que me sentía muy orgullosa de él. Creo que fue la única vez que se lo dije.
HIJO DE LA FURIA
La mamá de mi amiga era pediatra de hospital público, de ese donde mi nana había ido a parir como una vaca, según sus palabras, a su segundo hijo. De esa maternidad de berridos histéricos y enfermeras indiferentes, la mamá de mi amiga un día volvió más cabizbaja que nunca. Herida, silenciosa, con una mueca de asco en la boca. Así la vimos con mi amiga, mientras jugábamos a las barbies en el pasillo de su departamento. La tapamos a preguntas, pero la mamá de mi amiga sólo nos dio una leche con chocolate y dijo que después, cuando fuéramos grandes, nos contaría esas historias tristes. Y yo decidí esperar todos esos años. Hasta que hace poco fui a ver a mi amiga y a su mamá. Y le recordé esa tarde en que se sacó el delantal blanco con premura, como si nunca más quisiera volver a tenerlo puesto. Lo que dijo la mamá de mi amiga era el mismo terror que escuché a los 13 en la Pérgola. Siempre intuí que su derrota, tenía que ver con ese dolor subterráneo que yo sentía arrasar la ciudad por las alcantarillas. Y no estaba equivocada. La mamá de mi amiga dijo que ese día una mujer con la panza a punto de reventar llegó a la maternidad gritando de dolor y rabia. Bramaba que no quería a ese niño, que no se lo mostraran cuando saliera de su vientre, que lo escondieran, que lo mantuvieran lejos de ella. La mamá de mi amiga jamás había escuchado algo así. No entendía por qué esa mujer odiaba a su crío de esa manera. Pero durante el parto lo entendió claro. En medio de los gritos y los pujes, esa madre lanzó el puñalazo de la verdad. Ese hijo era de un militar. De alguno de los que la violaron mientras estuvo detenida con los ojos vendados, con el pánico susurrante, con los animales que le devastaron el cuerpo y la dignidad. La mamá de mi amiga tomó a ese niño después del parto y contra las peticiones de la madre, se lo mostró. Y dijo que lo que pasó después fue carne y corazón crudos. La madre vio a su bebé y vomitó hacia un lado de la cama. Vomitó dolor, ira, despecho, quizás toda la porquería que le habían incubado sin razones. Y cuando terminó y pudo ver el rostro dormido de su hijo, estiró los brazos para recibirlo y le dijo: "perdóname, perdónalo".