20 diciembre 2010
24 noviembre 2010
Por Pepa Valenzuela
Mi mejor amiga cumplió 30 años. Se puso unos zapatos azulinos de taco aguja y compró empanaditas de queso, jamón, champiñones y hamburguesas en miniatura para celebrar. La Carola forra su horno con alusaplast cuando pone cosas a calentar. En su casa, el único cuadro que hay es uno mío: el cuadro tiene rosas rojas de género, una Marilyn Monroe con el vestido blanco al viento y la frase: Love or leave me. El fin de semana fuimos a bailar al Ilé Habana para seguir celebrando sus 30. La Carola se puso unos tacos negros tipo Lady Gaga, unos shorts cortitos negros de raso y una polera con rosas rojas. Tomó roncola, porque eso es lo que le gusta a la Carola, el ron, y bailó hasta que el pelo se le pegó a la espalda y tuvo que tomárselo en la nuca. La Ingrid fue a la peluquería ese día y llegó con su pelo rubio, largo y liso. Diego decía que se sentía como en Cuba y miraba impresionado el porte de los negritos enormes que circulaban por el local. La Maca andaba con sueño y se veía preciosa porque le pinté los ojos ahumados y la peiné con una cola de caballo. Pelao terminó la campaña de la luca para comprarle una lavadora a un hogar de niños y la Cony me contaba cómo sin contactos políticos, una jueza, aunque tenga las mejores notas, no puede llegar a ninguna parte. Yo tomé piscola, y comí jamoncitos de una tabla y pensaba en cuánto echaba de menos al Negrito. Bailé con Ney, un amigo peruano que tiene una larga cola de caballo y modales de caballero, y con Rafael, el hermano de Marlina, mi ayudante cubana de la Universidad a quien nos encontramos por casualidad.
Marlina se tiñe el pelo rubio, aunque es morena, vive en La Florida, se quiere ir a vivir a Costa Rica y siente que no encaja con sus compañeros de la Universidad ni con Chile y en eso tiene razón. Marlina tiene más chispa que eso. Tiene ojo y olfato de periodista y escribe con las entrañas. Hace poco almorzamos juntas con mi mamá y de regalo, me trajo ocho quequitos hechos por ella de arándano y chocolate que me comí en dos días.
Estuve con mis dos papás: mi papá periodístico, Enrique, cuando cumplió 67 años. Un grupo de periodistas pioneros, entre 60 y 70 años y yo comimos salmón con papitas con parejil en su departamento museo lleno de muñecas matrioskas, caballos, cajas musicales, cuadros, principitos, gardeles y nerudas. Cantamos cumpleaños feliz, tomamos vino y Mario Gómez López recitó Las Palabras de Neruda con esa voz profunda, ronca, los ojos brillantes y vivos. Me dieron ganas de llorar cuando lo escuché. A Enrique le regalé La elegancia del erizo, un libro que habla de la amistad entre una niña y una señora con el alma abierta, así como él y yo. Después, vi a mi papá de verdad. Nos juntamos a almorzar en la caja para la tercera edad. Papá está delgado, un poco ido después del último infarto y ese tono cetrino de la antigüedad en la piel. No contestó ninguna de mis preguntas, hostigó al mozo, me dijo que me quería mucho y quiso tomar el metro conmigo. Ninguna de las vacas jóvenes que iba sentada le dio el asiento y cuando tuve que bajarme y dejarlo dentro del vagón, quedé descorazonada, aterrada de que cayera al suelo, destrozada frente a lo implacable de la vejez.
Un taxista me dijo el otro día que lo que más le gustaba hacer en la vida era leer, pero manejando ya no tenía mucho tiempo para hacerlo. Me dijo que cuando se jubilara, se iba a ir a una casa en la playa a dormir, comer y leer sentado, mirando el mar. Yo le dije que cuando yo me jubilara iba a hacer exactamente lo mismo, pero que todavía tenía muchas cosas por terminar. Todavía no sé bien cuáles.
Con mis alumnos fuimos al Mercado Central. Ellos se dedicaron a reportear mientras yo los miraba de lejos para saber cómo lo hacían. También me di unas vueltas por fuera, entré a una liquidadora de ropa deportiva y aún ahí la ropa era carísima, llegué por casualidad a la Casa Blanca y miré vestidos de novia junto a muchas señoras mayores y después compré unas rosas de género chiquititas para ponérselas a unos cuadros que pretendo pintar. Dormí una semana con Patrick Bateman, el sicópata de American Psycho de Bret Easton Ellis y una de esas noches, soñé que él me perseguía y mi celular sangraba por las teclas. Se me quedó mi teléfono una noche en la casa de la Pame, que ya ha tenido dos operaciones de columna, una manga y ahora, figura en silla de ruedas porque se partió una pierna en dos. Se cayó en el colegio donde hace clases por culpa de unas challas. La saqué a dar una vueltecita en la silla de ruedas y comimos helado centella que tiene 40 calorías. También conocí a mi sobrina Valentina que acaba de llegar al mundo y ya es una preciosura, perfecta, rucia, exquisita.
Con la Maca vamos casi una vez a la semana a cantar a StarBar, un karaoke en Santa Isabel. Ya todos nos conocen, nos saludan de beso y las dos nos sentamos a mirar el cancionero, hablar del futuro y a cantar casi siempre las mismas melodías. Allá nos sentimos tan como en casa, que sólo nos vamos cuando el sueño es feroz y tenemos que volver a la vida real. Ahí donde hay trabajo, cuentas, días, horas, helados y empanaditas, el infaltable pisco sour, almuerzos, libros, paseos, y gente. Gente que celebra cumpleaños, matrimonios, guaguas, gente que una no se aburre de ver nunca, gente que una quiere y que hacen que estos hechos de la causa sean mucho más que hechos.
16 octubre 2010
07 agosto 2010

24 julio 2010

Lo conocí en Cuba, a las 11 de la mañana, en la barra del bar playero, pidiendo un cuba libre que en la isla se llama cubata. Me dijo hola, cómo te llamas, sabes que he venido a celebrar mi cumpleaños con puras parejas de matrimonio que sólo han peleado en el viaje y yo me quiero divertir, pasarla chévere. Era un mulato precioso, de dientes blancos, rulos desordenados, pinta de brasileño, pero por el chévere pensé que era venezolano. Resultó ser peruano y en un par de días más, cumplía dos años menos que yo. Lo miré a los ojos, llenitos de vida, transparentes, la boquita de pato y me estremecí. Porque supe ahí mismo que ése sería uno de los encuentros que me cambiaría la vida. De esas cosas que pasan porque tienen que pasar. Que estaba ante un pedacito de mi destino. Pero eso no se lo dije a nadie hasta mucho después.
A los dos días, nos despedimos en Cuba y yo que no decía mucho porque una va quedando muda, minusválida emocional después de los daños, sólo lo abracé bien fuerte. Pero sentía un vacío en el pecho, como si me estuvieran arrebatando el alma sin anestesia. Y él, que me había dicho de todo en esos tres días, sólo me pedía que lo esperara, que vendría por mí, que no lo olvidara, con su boquita de pato, los rulos revueltos, los ojos brillantes y su mano despidiéndose de mí desde arriba del bus que lo llevaría de regreso al aeropuerto para volver a Lima.
Nos empezamos a escribir. A querernos a distancia. A echarnos de menos como si hubiéramos pasado la vida entera juntos. El repetía que lo esperara. Que vendría por mí. Me pidió ser su novia por chat y yo dije que sí. El 1 de julio lo vi cruzar la salida internacional del aeropuerto con una chaqueta blanca, los rulos revueltos, la boquitapato suspirando. Nos abrazamos muy fuertemente y yo temblaba como gelatina, intentaba reconocer ese pedacito de mi destino en mi país, en mi ciudad. No tardé en hacerlo. A los pocos días, ya lo sentía tan natural en mi vida que olvidé cómo lo haría sin él. Y cuando se fue 10 días más tarde, después de que dejamos casi en shock a la gente que hacía fila en policía internacional, que nos miraba besarnos, lagrimear, él entrar y salir para darme el último beso, lloré mucho. Tenía una nostalgia horrorosa. Una nostalgia que todos los días acarreo de allá para acá. Él me falta en todo. Y desde Lima él me dice que en todo le falto yo. Tenemos planes al respecto. Porque la nostalgia es terrible, pero más terrible es no hacer nada cuando en la vida pasa algo así. Y yo espero que Dios nos cuide. Que nos eche una manito. Porque la vamos a necesitar muchísimo. Porque yo después de conocerlo, ya no puedo estar sin él.
15 junio 2010
Por Pepa Valenzuela
Volví hace tres semanas de Cuba. Fue un viaje inolvidable. De esos que te voltean el corazón como si fuera reversible. De esos que te modifican para siempre una tuerquita del alma. Algo ahí adentro, se acomodó en su espacio y me cambió para siempre. Y me regresó a este pedacito de tierra, distinta, más madura y plena, entendiendo lo que aquí jamás podría haber entendido. En resumen, feliz como hacía años no lo estaba. Estas son las lecciones que la isla me dejó. Estas son las cosas que en la isla nos pasaron, porque sí, nos tenían que pasar.
N1. Hay cosas que una no entiende para qué pasan. Hay gente que una conoce y no entiende para qué tuvo que conocerlas. Hay veces en que una no halla cómo explicarse el daño y la decepción cuando son feroces, cuando aniquilan hasta el mejor de los recuerdos. Eso me pasó con mi ex. Pasaron muchos meses sin entender para qué lo había conocido una vez que descubrí todas las verdades que me escondió. No entendía para qué había pasado por mi vida. No entendía qué había venido a decirme. Yo ya había aprendido las lecciones de la decepción. Un rato después, éntendí a medias que sí, que había llegado en un momento de mi vida en que necesitaba un arrullo. Y más tarde, cuando Ingrid me lo dijo, que una no perdía ni le quitaban las cosas que quería, sino que el destino te los sacaba del camino rápidamente para que una no se desviara de la meta. Pero recién ahora, en este viaje a Cuba entendí para qué lo conocí: para conocer a la Maca. Él sólo fue el intermediario que dejó en mi vida a una mujer espectacular. A una nueva amiga a la que después de este viaje, quiero entrañablemente. Ya sabrás Maquita entonces para qué habrán pasado las cosas que nos pasaron: alguna vez, teníamos que conocernos en plena libertad. Tal y como somos. Sin censuras de hombres que sí, Maca, no nos llegaban ni a los talones.
N2. También creo que estaba escrito que fuera a Cuba ahora. No antes, como quería. En diciembre fueron la Caro y su amiga ídem. Y yo quise unirme al viaje, pero finalmente no pude embarcarme para operarme la vista. Una cosa por la otra. Pero fui ahora porque ahora tendría una misión: darle una mano a una valiente escritora cubana que se ha pasado varios años denunciando las violaciones a los derechos humanos que ocurren en la isla. Yoani Sánchez, la bloguera que ha sido hostigada, secuestrada, amenazada por el régimen, sigue escribiendo con una firmeza conmovedora, sorteando los miles de obstáculos que le ha impuesto el gobierno cubano. No podía hacer menos que llevarle un ejemplar de Cuba Libre, su propio libro, que había sido publicado hacía dos meses en Chile y a ella le habían prohibido tener. No la dejaron salir para su lanzamiento y le retuvieron un par de ejemplares que le enviaron desde el exterior, en la aduana del aeropuerto de La Habana. Ella me lo pidió por teléfono. Y no pude hacer menos que comprarlo, forrarlo en doble papel de regalo y meterlo escondido en la maleta. Ver su emoción, sus ojos brillantes cuando lo tuvo entre sus manos, fue impagable. Fuerza, Yoani. Fuerza y bendiciones desde Chile. Un honor haber estado contigo y haber podido dejar en tus manos, de regreso, tus palabras.
N3. Tuve que atravesar volando casi la mitad del globo terráqueo para encontrar un tesoro que había perdido hacía años aquí en Chile. No sé cómo diablos llegó tan lejos ni cómo aterrizó en la isla. Pero en Cuba encontré de nuevo mi autoconfianza como mujer. Sí, tenía la seguridad profesional y personal. Sí, me sentía una periodista aperrada y empeñosa y una buena cabra. Pero la seguridad femenina, se me había arrancado de las manos hacía rato. Más bien me la habían arrebatado la presión social, pastelazos masculinos, reventadas de burbuja y el abandono al que una se ve expuesta acá en Chile. Sí, chilenos. Ustedes nos han abandonado a las mujeres. No a todas, pero a demasiadas. Pero eso es algo que les explicaré más adelante, en mi próximo punto. El asunto, es que en Cuba, recuperé mi autoconfianza como mujer. Me volví a sentir bonita, protegida, mimada, atendida, pero sobre todo visible. Porque allá me vieron. Y vieron a Maca y a Caro. Hombres de diversas las edades, nacionalidades e intenciones. Porque no sólo nos vieron como si fuéramos un pedazo de bistec. Nos vieron y nos trataron todos esos hombres, como mujeres. Nos galantearon, independientemente de si querían algo más con alguna o no. Nos cuidaron. Nos dijeron cuando nos veíamos lindas. Nos atendieron como si fuésemos flores. Nos hicieron sentir interesantes en la conversación, entretenidas en las fiestas, un privilegio como compañía. Cubanos, peruanos, ingleses, dominicanos, belgas y canadienses de todas las edades. Como nuestros entrañables amigos de Canadá: los chicos tenían entre 21 y 29 años. Y todos, hasta el menor de ellos, nos trataron como verdaderas reinas. Es decir, como hombres, como caballeros con todas sus letras. Gracias G, Mike, Jordan, Andrew y Brian. Gracias a todos los estupendos hombres que encontramos en la isla. Gracias a ustedes, las tres florecimos. Nos volvimos a sentir visibles, vivas, mujeres. Experimentarlo y ser testigo de ese proceso de Maca y Caro, fue un privilegio que no tengo cómo pagarles.
N4. A medida que fui floreciendo en Cuba, gracias a la distancia, la perspectiva y la evidencia, se me fueron despejando las dudas que tenía en Chile. Hasta que un día vi todo claro y me dio una rabia sorda. La rabia que da cuando una descubre que ha creído en una mentira por demasiado tiempo. La rabia de constatar que no, que no era problema mío, ni de mis amigas, ni de cierto tipo de mujeres, quizás demasiado avasalladoras, demasiado intimidantes, demasiado independientes, sino que era problema de ellos. Tuve que llegar a Cuba para que la película de la masculinidad en Chile - una película triste y con mal final - me quedara clara. Y cuando lo entendí, me dio rabia. Más rabia que pena, aunque pena igual me dio. Allá entendí lo que era obvio, pero de tan inmersa en nuestra realidad, no lograba ver: que los hombres chilenos - no todos, pero sí una inmensa mayoría - nos han abandonado. Nos abandonan cuando no se nos acercan a conversar. Nos abandonan cuando nos dejan bailando entre amigas mientras ellos conversan pelotudeces, haciendo como si fuéramos invisibles. Nos abandonan cuando no dicen lo que sienten o lo que ya no sienten por nosotras. Nos abandonan cuando mienten parra conseguir favores. Nos abandonan cuando nos dan excusas baratas, de niños de pecho, para no amarnos. Nos abandonan cuando quieren perpetuarse en la adolescencia y seguir chupando, fumando, atracando con todas las que puedan, incluso cuando han pasado los 30 años y ya se ven patéticos haciendo ese numerito. Nos abandonan cuando esgrimen miedos y bloqueos emocionales, olvidando que todos, incluidas nosotras, también tenemos miedos, pero los enfrentamos y no nos andamos divulgando como escudo de inmunidad. Nos abandonan cuando no nos dicen si estamos lindas, ricas, sexies, por hacerse los cool, los indiferentes, los difíciles, los inalcanzables. Nos abandonan cuando de puro cobardes, de puro flojos invirtieron los papeles y dejaron que nosotras hiciéramos solas la pega de la conquista. Nos abandonan cuando literalmente nos abandonan y desaparecen sin dar excusas, sin pedir una disculpa, sin hablar con cojones sobre lo que ha sucedido. Nos abandonan cuando prefieren juntarse con amigotes antes incluso de tener sexo en la casa. Nos abandonan cuando creen que su trabajo es lo más importante del Universo y del Más Allá. Nos abandonan de todas esas formas a nuestra propia suerte. A un terreno baldío y tan siniestro, que trastorna las cosas y una se empieza a volver loca y de chica completamente normal, cuerda, linda, trabajadora pasa una a preguntarse qué pasa, cuál es el problema, parece que soy invisible, algo malo tengo yo, quizás estoy muy fea, o quisquillosa, o guatona, quizás parezco travesti, mientras el resto pone lo suyo diciendo ah, es que ustedes son mañosas, exigentes, se les va a pasar el tren y sí, así muchas mujeres terminamos creyendo lo peor: que la culpa es propia. Ciegas, palpando en esa oscuridad a la que nos ha arrojado el mutismo y el abandono masculino, acabamos creyendo seriamente que algo malo tenemos. Y que casi nos merecemos tanta indiferencia, incertidumbre y porquería. Pero no. En Cuba vi clarito que no es así. Que ésa es una tara de ellos, no de nosotras. Y por lo tanto, me boté ese peso de encima y decidí no hacerme cargo de rollos, fallas, trancas y peros que no me pertenecían. Que no nos pertenecen a ninguna de nosotras. Sus razones para abandonarnos son sus razones. Quizás a la mayoría de los hombres ya no les gustan las mujeres nomás. Quién sabe. Si me preguntan a mí, el abandono eso sí me parece de una falta de hombría feroz. Porque siempre entendí que tanto una mujer como un hombre, se construyen en función del otro. Y por lo tanto, un hombre se hace hombre de verdad cuando decide amar a una mujer y construir un futuro con ella. No antes. Menos arrancando en sentido contrario, abandonando a las mujeres a su suerte y a su incertidumbre. Eso, a todas luces y al menos para mí, es de una mariconería feroz.
12 mayo 2010

Una columnita llamando a la solidaridad gremial.
Las conspiradoras
Por Pepa Valenzuela
Cada vez que hablábamos de pololos, proyectos de pololos, peores son nada y ex varios, una amiga terminaba diciendo con voz de tráiler hollywoodense: “Y mañana no se pierda un nuevo capítulo de la teleserie del momento: Gil de Cuna”. Entonces nosotras nos reíamos a carcajadas, aunque fuera un chiste cruel. Sí, era harto cruel. Porque como nos habíamos dado cuenta hacía poco tiempo las protagonistas de la teleserie del momento, Gil de Cuna, éramos nosotras mismas. No importando cuán vivas nos creyéramos, a todas alguna vez nos habían hecho huevo de pato. Es decir, nos habían mentido, dejado sin explicaciones, utilizado para fines insospechados o vendido la pomada. Todas, llegando casi a los treinta años, acumulábamos una mochilita no menores de esas experiencias. Y claro, cuando empezamos a hablar de ellas, nos causó gracia. Pero después, nos dimos cuenta de que no era nada divertido. Más aún, que gran parte de la culpa de que nos hubiesen pasado todas esas leseras era de nosotras mismas. Era una culpa gremial. Una culpa de género. Analizando cada gol que nos habían pasado, llegamos a la alarmante conclusión de que la mayoría se podría haber evitado si alguna de nosotras hubiera abierto su boquita y nos hubiera advertido del peligro. Que nos habríamos ahorrado tremendos porrazos si hubiéramos tenido mejor comunicación y mayor lealtad de género. Peor conclusión aún: las mujeres éramos muy poco solidarias entre nosotras. No porque no nos quisiéramos, sino todo lo contrario. Si no éramos más solidarias era porque queríamos mucho. Principalmente a nuestras piernas peludas. Por lo tanto nuestra primera lealtad estaba con ellos. Por eso, nos callábamos cosas que sabíamos a través de ellos y además, les contábamos todo. Todo, todito, como loros, algo que ellos nunca hacen. Lección para aprender de ellos: los hombres nunca delatan a sus compañeros con nadie.
Cuando descubrimos eso, las protagonistas de Gil de Cuna nos quedamos pensando. Y poco a poco fuimos cambiando algunas cositas. De partida, empezamos a juntarnos más entre puras mujeres para conversar más. Y al tiempo, sin preparaciones ni conscientemente, empezamos a conspirar. No como mafiosas, que se entienda bien. Tampoco la idea era convertirnos en lo mismo que despreciábamos. Empezamos a conspirar para fines positivos. Para alegrarnos la vida haciendo alguna cosa entretenida cuando alguna de nosotras estaba bajoneada. A planear cómo podíamos sacar adelante a otra que de repente se venía abajo cuando de la noche a la mañana quedaba sin trabajo o soltera sin mayores explicaciones. Propusimos métodos de acción para saber verdades que nos intrigaban para no quedarnos con esas dudas que matan. Las comprometidas empezaron a ayudar a las solteras presentando algunos especímenes disponibles. Las solteras les enseñamos a las comprometidas a darse tiempo para ellas mismas y les subimos autoestimas que después de años de convivencia, habían desaparecido. Acordamos tácticas comunicacionales para no ser nosotras las intrigadas, sino que ellos vía Facebook, twitter y otros. Ayudamos a algunas chiquillas a liberarse de pestes que las tenían ciegas e incluso funamos, claro que con muchísima elegancia, a vacunas que habían causado desastres espantosos entre alguna de nosotras. Sin planearlo demasiado, establecimos nuestro propio código de honor. Nuestro equipo de simuladoras para protegernos y ayudarnos a ser felices. Algo que sin llegar a la desconfianza extrema ni a la maldad gratuita, cualquier grupo de chicas debiera establecer como medida urgente para no andar tan de gil de cuna – léase desprevenida y por lo tanto más susceptible a ser embarrada – por la vida. Algo que se logra con un poquito más de solidaridad gremial y conspiración entre amigas de las buenas.
08 abril 2010
Por Pepa Valenzuela
Me voy a Cuba. Me voy porque hace dos años que no tengo vacaciones como la gente. Me voy y con dos amigas entrañables que el año pasado vivieron desastres parecidos al mío. Desde que me fui a Isla de Pascua el 2008 no descanso ni duermo como debiera. Y después de eso, han pasado muchas cosas. Lo que decía antes: todo ha sido como la canción que cantaba cuando era niña, ésa de mi lindo globito, pum! reventó. En este tiempo descubrí muchas cosas que hubiera pagado por no descubrir, aunque después me repito, no, no, si está bien que una abra los ojos. Pero es como dijo la Carolina, sentada al lado mío en la mesa de un matrimonio, mirando a su alrededor: Yo pagaría por ser más tonta. Yo pagaría por no saber. Yo a veces pienso lo mismo. Hubiera pagado por no saber todo lo que desde septiembre hasta este año supe. Qué fue: básicamente supe que el hombre que tenía al lado no era lo que aparentaba, sino que era todo lo contrario. Descubrí que la gente miente más de lo que esperaba. Supe de la boca de dos hombres a quienes encontraba relativamente respetables, que ellos también eran capaces de mentir. Que en el fondo, odiaban a las mujeres. Yo estaba leyendo ese libro: Los hombres que no aman a las mujeres. Justo estaba leyendo eso cuando esos dos hombres que yo respetaba mucho se delataron solos como mentirosos orgullosos de serlo. Yo, me quedé con sus mentiras para callado. Y me sentí mal. Porque sé que con ellos, hay dos chicas que más temprano que tarde van a sufrir como chinas, tal y como yo sufrí y yo no podía hacer nada al respecto. Supe que los amores, la mayoría de las veces, era disfraces sociales. Que los ritos, las ceremonias, los juramentos, se iban por la alcantarilla como si fuera pelusas. Que la gente promete sin comprometerse de verdad. Tengo casi treinta años y es increíble quizás que a estas alturas me sorprenda. Pero sí, me sorprende. También me duele mucho. Y me da un miedo terrible de volver a apostar. Lo curioso es que creo que todavía me quedaba corazón para hacerlo.
Aposté. A mi modo herido. Con lo poquito y nada que podía entregar, hecha un cucurucho de miedos, silencios y dudas. Pero así y todo, creo que aposté. Aposté bastante para lo que me había sucedido. Creo que desde los 20 años no tenía ese desinterés en el alma. Me gustó saber que esa capacidad de querer, aún estaba dentro de mí. Lo comprobé y me retiré. No porque quisiera. Me retiré porque el miedo es un enemigo feroz que no abandona así de fácil. Me retiré porque es distinto acurrucar a alguien que se deja a acurrucar a alguien que pega sus rasguños cada tanto. Una que está cicatrizando, no puede exponerse a más magulladuras. También necesita alguien que venga y la acurruque sin esperar nada más que tu bienestar a cambio. Alguien tiene esas pretensiones y me he arrancado como una fugitiva. La Carlita y la Carola dicen que no me arranque más. Que me deje al menos hacer un cariño. Que diga una sola vez que sí. Que sea amiga. Que parezco cabra chica.
Y la verdad, yo no sé aún qué hacer.
Sin embargo, hay algo que es más sorprendente que todo lo que he descubierto de mí hasta ahora: que tengo fe. Más fe que antes, inexplicablemente. Son mis sueños que me dicen cosas buenas, cosas milagrosas. Es una paz que me nació desde el centro de la guata y me tiene tranquila, como si supiera que algo monumental va a suceder. No es broma. No es canutismo. Es una sensación tan real que podría convertirla en un mueble de mi casa. Y ahí está, instaladísima dentro de mí, haciéndome reír todas las santas mañanas cuando abro los ojos.
04 abril 2010
He estado muy ausente últimamente por estos lados.
Pero tengo mucho que contar.
Muchas cosas que escribir.
Quizás aún no las proceso ni las pongo en orden.
Pero ya tengo una pista: desde septiembre del año pasado hasta ahora, me he despertado de varios sueños en los que creía. Como haberse acostado en medio de un cuento y despertar en la Matrix. Como decía la canción que más me gustaba de niña: Mi lindo globito, pum, reventó. Ya les contaré un poco de eso. Pero antes, quería dejarles las últimas cuatro cosas que he escrito y que me han gustado más que otras.
Feliz Pascua de resurrección.
http://www.paula.cl/blog/reportaje/2009/10/05/heidi-y-gretel/
http://www.mer.cl/modulos/catalogo/print_noticia.asp?idnoticia=C24328620091208&seccion=YA&fecha=2009-12-08
http://diario.elmercurio.cl/detalle/index.asp?id={a04e3246-81d8-4dee-b901-61d8bd46dfd8}
http://diario.elmercurio.cl/detalle/index.asp?id={698f38f6-33f1-4b78-b763-82a380381c84}
06 marzo 2010

Desperté un poco antes de las siete de la mañana cuando escuché a las dos que quedaron despiertas hablando por teléfono. Recién habían logrado contactarse. A una de ellas le dijeron: La CNN dice que hay riesgo de maremoto en toda la costa de Chile y Perú. Entonces sentí los pasos. Alguien zarandeándome las piernas. “Pepa, despierta, nos tenemos que ir porque hay riesgo de tsunami”. En un dos por tres, la casa estaba ordenada, los bolsos hechos, los sacos de dormir envueltos. Todas teníamos una cara de terror espantosa. Nos abrazamos antes de meternos cada una a los dos autos que teníamos y nos deseamos suerte. Seguí llamando a mamá sin éxito: estaba preocupada por ella. Estaba sola, durmiendo en su departamento del sexto piso de las Torres San Borja. Pero me era imposible la comunicación. Recordaba entonces, para relajarme, lo que siempre me decía cuando había temblor y nos abrazábamos debajo del dintel de la puerta: “Mijita, si estas torres se caen, está todo Santiago abajo, muerto. Estas torres van a ser las últimas en caer, son muy firmes”. Respiraba. La conductora, con mano firme, manejaba con una entereza increíble. Atrás, otra amiga dormía: ya había podido hablar con su novio, el que le gritó que el edificio estaba caído y estaba bien, a salvo. Dentro de todo, iba tranquila: pensaba que habernos ido, era una exageración. Más aún en esas condiciones. Hasta que llegamos a la carretera 5 Norte y la vimos: una pasarela peatonal partida en dos encima de la autopista como un pedazo de papel. Un carabinero estaba desviando el tránsito hacia la caletera. “¡Cresta! Mira la pasarela!. Entonces empecé a llamar de nuevo a mamá. Esta vez, me contestó: “¡Hija, hija! ¡Cómo estás!”. Le dije que bien, regresando a Santiago. “Me evacuaron, mijita. Estuvimos tres horas abajo del edificio, se cayeron escombros dentro de las torres, se me cayeron los cuadros, los floreros, todo. Pero estoy bien”. Ahí empecé a tiritar. En las torres jamás se caía ni un chiche de estantería. La cosa había sido fuerte. Mi estómago se apretó al instante. Empecé a sentir dolor de guata. El dolor fue creciendo a medida que vimos la segunda, tercera y cuarta pasarela peatonal quebrada arriba de las vías. Ya nos aproximábamos a Lampa cuando vimos un cuadro apocalíptico, igual a la película Tornado: una chimenea de humo negro que a lo lejos, cubría todo el cielo. Al poco rato, entramos en la niebla. En un pedazo espacial negro, frío, con un olor tóxico. Una de las fábricas, que después supimos cuál era, se estaba incendiando. A lo lejos, se veían más focos del fuego. Por la misma pista en la que íbamos, los autos se devolvían en 180 grados. Tuvimos que darnos vuelta para entrar a la caletera. Ahí una fila interminable de autos, camiones, gente que había huido desde la costa al igual que nosotras, avanzábamos increíblemente despacio. Pasamos por Colina y Quilicura hasta que al fin entramos a la ruta camino al centro de Santiago. Miré el reloj: nos demoramos cuatro horas en llegar hasta la capital. Cuando me bajé, subí casi corriendo las escaleras con un bolso y el saco de dormir a cuestas hasta el sexto piso. Mamá salió sin pintura, con la ropa que se puso arriba del pijama. Nos abrazamos largo rato en la puerta. Nos abrazamos porque estábamos vivas y juntas. Nos abrazamos porque la torre, con escombros superficiales menos, aún estaba en pie y nosotras también.
28 febrero 2010
25 febrero 2010
Por Pepa Valenzuela
Por fuera: Me operé los ojos y ya no ocupo anteojos. Hay gente que recién ha descubierto que tengo los ojos verdes. No azulitos, ni esmeraldas, sino verde musgo, como los de mi papá. Cumplí 29 años y mis amigas me regalaron un alisado japonés que me dejó el pelo lisito, como planchado, las 24 horas del día. Volví a ser un poco más rubia en la pelu de la Juanita adonde vi el cambio de mando con las señoras del barrio entre puros alaridos de miedo. Creo que bajé de peso, aunque no es seguro porque nunca me subo arriba de una balanza. Encuentro que está de más torturarse por números. Con mi cuenta corriente me basta y me sobra. Volví a ponerme pareo, bikini y flor en el pelo para el cumpleaños hawaiano de mi amiga Carlita y le bailé un tamuré y un sau sau con la mejor de mis sonrisas y hundiendo la guata. También grabé un video para una despedida de soltera con una pintita con la que mamá me habría dado una buena patada en el traste. Bueno, ya no creo. "Ya estás vieja y peluda para saber lo que haces", me dijo ella. Ojo que lo de peluda, es completamente falso.
Por dentro: me embalé y me desinflé amorosamente en un tris. Descubrí que mi familia es más grande de lo que creía y que va más allá de la sangre: tenemos un clan. El Círculo de Hierro, que le pusimos. Ingrid, Diego, Andrea, Pablo, la Carlita y la cómo no, mi Carola. Con ellos estuve para mi cumpleaños. Con la Caro, para el cumple de mi madre. Entonces yo, que me creía tan sola, me di cuenta de que esta gente no me deja en paz y me gusta que me invadan mi soledad. También escudriñé en la nostalgia. Fui hasta el fondo de ella, reviví recuerdos bloqueados y volví a salir de la superficie llena de paz, sin odios ni rencores. Nunca he tenido mucho de eso. La diferencia es que antes, olvidaba. Bloqueaba, más bien. Ahora aprendí a convivir con mis daños con más entendimiento y sin que me dañaran más. También constaté que soy mucho más frágil de lo que me muestro y que allá afuera, la trampa es mucho más común de lo que creía. Por lo tanto, entendí que yo no sé jugar. Y por eso oscilo entre la fe - y asomo mi nariz al mundo - y el miedo, cuando vuelvo a encerrarme en mi privadísima caparazón que sí, aún cerca de mis treinta años, es rosada, con blondas, pajaritos y mariposas. Tonta lesa yo. Porque lo más divertido de todo, es que sigo creyendo que así se puede vivir. Que derechamente es la única manera válida de ser feliz. A pesar de que en todos estos años, la evidencia me ha demostrado precisamente todo lo contrario.