
TINTA ROJA
PIEL DE JAGUAR
El baño es una nube de humo de cigarro y ceniceros llenos a estas horas de la tarde en la revista. Quedan pocas chicas sentadas frente a sus computadores. Afuera, ya está oscuro. Desde la ventana del baño, se ve el Metro volando a lo lejos. La Mona cierra la puerta, enciende una vela con olor a vainilla y me toma la mano. Mira las líneas rectas, marcadas en mis palmas rosadas y yo espero. Entonces me suelta una verdad a la que le he hecho el quite por años en la cara. La Mona dice que tengo una masa informe de miedos y rabias. Que un abandono con cuerpo de hombre me dejó la psiquis marcando ocupado y que necesito sacar esas cosas afuera para volver a la vida que tenía. Que soy una ostra temerosa de que le hagan daño y por eso, a veces reacciono con desprecio. Con indiferencia iracunda frente a cualquier pantalón que se me acerque. La Maca, que está sentada a mi lado fumando, me levanta una ceja con cara de te lo dije. Hace un par de días, las dos estábamos pintarrajeadas y felices de pisco sour, bailando canciones del año de la pera en medio de una fiesta repleta, saltona y recargada. No nos separamos en toda la noche. No nos perdimos el rastro. En el único descanso, un tipo de camisa blanca me ofreció ron con coca cola y yo, le respondí con la punta del zapato. Lo miré feo. Creo que también lo insulté. "Eres una pesadita", me dijo la Maca, medio avergonzada. Pero yo, embutida en mi polera aleopardada, seguí rugiendo un par de minutos más, furiosa e inalcanzable. Al final de la fiesta, al único hombre al que traté bien y que incluso besé en la mejilla con auténtico cariño, fue a un travesti moreno que, disfrazado de conejita de pascua, me regaló unos petazetas y un huevito de chocolate. "Toma, por regia", me dijo él. "Toma, por amorosa", le dije yo y le di un abrazo a esa conejita pascuera de más de dos metros de alto. A menudo pienso que los gays y los travestis son los únicos hombres en los que se puede confiar. Esa noche, me quedé dormida pensando en eso. Afirmando mi arbitrariedad en un error.
Pero ahora la Mona mueve la cabeza para los dos lados. La Maca también. Los traumas de mi mano me delataron y estoy sin argumentos. En el fondo, donde todavía me queda un saldo de cordura, yo también sé que estoy mal enfocada. Que no puedo andar con una lanza en mano atravesando hombres porque sí. Muy de tigresa serán mis disfraces, pero en realidad no soy más que una gata arisca que se escabulle de los demás por miedo. Y sí, por rabia. Por la furia de saber que por un par de culpables, meto inconscientemente y sin quererlo, en el mismo saco mental a pecadores e inocentes. Porque alguien me convirtió la inocencia en un tractor demoledor de personas. Y sobre todo, porque sé que jamás recuperaré a la niña que se lanzaba con los brazos abiertos al vacío. Y ese es un luto injusto, que no debiera llevar. Simplemente no lo merecía. No me tocaba a mí. A veces estoy segura de que hubo un cortocircuito allá arriba y se equivocaron en el envío de desgracias. O que hubo una caída del sistema de compensaciones. Pero el asunto es que haya sido lo que que fuera, ya no saco nada con averiguarlo. Lo único que puedo hacer, para variar, es hacerme cargo de esta madeja, desenredarla y convertirla de nuevo en lana pura con la que pueda volver a tejer.
Soplo la vela de vainilla para que esta vez así sea.