12 mayo 2010

Esto apareció hace unas semanas en revista Mia de Lun.
Una columnita llamando a la solidaridad gremial.


Las conspiradoras
Por Pepa Valenzuela

Cada vez que hablábamos de pololos, proyectos de pololos, peores son nada y ex varios, una amiga terminaba diciendo con voz de tráiler hollywoodense: “Y mañana no se pierda un nuevo capítulo de la teleserie del momento: Gil de Cuna”. Entonces nosotras nos reíamos a carcajadas, aunque fuera un chiste cruel. Sí, era harto cruel. Porque como nos habíamos dado cuenta hacía poco tiempo las protagonistas de la teleserie del momento, Gil de Cuna, éramos nosotras mismas. No importando cuán vivas nos creyéramos, a todas alguna vez nos habían hecho huevo de pato. Es decir, nos habían mentido, dejado sin explicaciones, utilizado para fines insospechados o vendido la pomada. Todas, llegando casi a los treinta años, acumulábamos una mochilita no menores de esas experiencias. Y claro, cuando empezamos a hablar de ellas, nos causó gracia. Pero después, nos dimos cuenta de que no era nada divertido. Más aún, que gran parte de la culpa de que nos hubiesen pasado todas esas leseras era de nosotras mismas. Era una culpa gremial. Una culpa de género. Analizando cada gol que nos habían pasado, llegamos a la alarmante conclusión de que la mayoría se podría haber evitado si alguna de nosotras hubiera abierto su boquita y nos hubiera advertido del peligro. Que nos habríamos ahorrado tremendos porrazos si hubiéramos tenido mejor comunicación y mayor lealtad de género. Peor conclusión aún: las mujeres éramos muy poco solidarias entre nosotras. No porque no nos quisiéramos, sino todo lo contrario. Si no éramos más solidarias era porque queríamos mucho. Principalmente a nuestras piernas peludas. Por lo tanto nuestra primera lealtad estaba con ellos. Por eso, nos callábamos cosas que sabíamos a través de ellos y además, les contábamos todo. Todo, todito, como loros, algo que ellos nunca hacen. Lección para aprender de ellos: los hombres nunca delatan a sus compañeros con nadie.
Cuando descubrimos eso, las protagonistas de Gil de Cuna nos quedamos pensando. Y poco a poco fuimos cambiando algunas cositas. De partida, empezamos a juntarnos más entre puras mujeres para conversar más. Y al tiempo, sin preparaciones ni conscientemente, empezamos a conspirar. No como mafiosas, que se entienda bien. Tampoco la idea era convertirnos en lo mismo que despreciábamos. Empezamos a conspirar para fines positivos. Para alegrarnos la vida haciendo alguna cosa entretenida cuando alguna de nosotras estaba bajoneada. A planear cómo podíamos sacar adelante a otra que de repente se venía abajo cuando de la noche a la mañana quedaba sin trabajo o soltera sin mayores explicaciones. Propusimos métodos de acción para saber verdades que nos intrigaban para no quedarnos con esas dudas que matan. Las comprometidas empezaron a ayudar a las solteras presentando algunos especímenes disponibles. Las solteras les enseñamos a las comprometidas a darse tiempo para ellas mismas y les subimos autoestimas que después de años de convivencia, habían desaparecido. Acordamos tácticas comunicacionales para no ser nosotras las intrigadas, sino que ellos vía Facebook, twitter y otros. Ayudamos a algunas chiquillas a liberarse de pestes que las tenían ciegas e incluso funamos, claro que con muchísima elegancia, a vacunas que habían causado desastres espantosos entre alguna de nosotras. Sin planearlo demasiado, establecimos nuestro propio código de honor. Nuestro equipo de simuladoras para protegernos y ayudarnos a ser felices. Algo que sin llegar a la desconfianza extrema ni a la maldad gratuita, cualquier grupo de chicas debiera establecer como medida urgente para no andar tan de gil de cuna – léase desprevenida y por lo tanto más susceptible a ser embarrada – por la vida. Algo que se logra con un poquito más de solidaridad gremial y conspiración entre amigas de las buenas.