ESTATUA DE SAL
Por Pepa Valenzuela
Comenzó hace un par de años. Los dedos tullidos, la cadera que guateaba y la pierna que dolía con tanto jaleo empezaron a colarse en casa. Era como una cuenta de vulnerabilidad que arrojaban cada vez más seguido por debajo de la puerta del departamento. Yo me hacía la lesa, para poder conciliar el sueño los domingos. Pero mamá no. Estoica, recogía el saldo de su eternidad tipiándole a viejos tiranos, ignorantes y califas, de siglos acarreando mercadería a casa y de una infancia de cabra mañosa que no tomaba leche, y compraba. Cremas para sus desgarros, menjunjes para la cadera, guateros eléctricos para la pata de palo. Mamá se estaba convirtiendo en una estatua. Sus huesos se endurecían, se tullían sin su permiso y ella, sólo soltaba de repente un mierda bien fuerte cuando quedaba a medio camino para recoger un tenedor que se le había caído. No era nada tan grave, pero había días de inmovilidad. Otros de cojeo. Algunos de dolor muscular. Y algunos de total desesperación mía. Pero aterrizamos en Buenos Aires y mamá se convirtió en una acróbata. Caminaba por las calles de Palermo, corría detrás de un mono de esponja llamado Camilo en San Telmo y daba pequeños saltos cuando él la miraba fijo y le abría la boca, sorprendido. Mamá era una saltibamqui por Santa Fé, una mujer araña de las vitrinas de Florida, una atleta recorriendo la 9 de Julio. No había que parar. No podíamos parar. Un semáforo y nos aplastaban las pesadillas. Pero además mamá era ágil : flotaba por la ciudad más amable del mundo como si nunca hubiera sufrido un sólo desgarro Entonces, mientras la miraba dar vueltas una y otra vez por la feria de Recoleta, probándose aros, pulseritas y sombreros, supe que su inmovilidad era sólo una bandera blanca. Una rendición a la vida plana, al departamento céntrico, a la soltería eterna, a su soledad. Mamá se estaba entregando de a poco a sus tristezas. Esas que un día llegaron y se fueron quedando pegadas en el mismo lugar donde cayeron por primera vez.
Pero ahora era otra persona. Un conejo Duracell, saltando por Buenos Aires, suspirando porque alguien le había cambiado el guión de su vida. Porque las circunstancias la habían traído a un viaje que jamás pensó tener. Una noche, acostadas en el hotel, mirando Matrimonio con Hijos versión argentina (puro terrorismo televisivo) me lo dijo: "Pensaba que nunca más volvería a volar en avión, mijita. Pensé que me moría sin volver a esta ciudad". Después se eso se quedó dormida con las manos sobre su pancita redonda y empezó a roncar. Yo le saqué los lentes de la punta de la nariz y apagué la luz. Esa noche soñé que mamá flotaba en el aire. Y tiraba hacia la tierra muchas medialunas, como una cabra chica que hace una maldad.
Por Pepa Valenzuela
Comenzó hace un par de años. Los dedos tullidos, la cadera que guateaba y la pierna que dolía con tanto jaleo empezaron a colarse en casa. Era como una cuenta de vulnerabilidad que arrojaban cada vez más seguido por debajo de la puerta del departamento. Yo me hacía la lesa, para poder conciliar el sueño los domingos. Pero mamá no. Estoica, recogía el saldo de su eternidad tipiándole a viejos tiranos, ignorantes y califas, de siglos acarreando mercadería a casa y de una infancia de cabra mañosa que no tomaba leche, y compraba. Cremas para sus desgarros, menjunjes para la cadera, guateros eléctricos para la pata de palo. Mamá se estaba convirtiendo en una estatua. Sus huesos se endurecían, se tullían sin su permiso y ella, sólo soltaba de repente un mierda bien fuerte cuando quedaba a medio camino para recoger un tenedor que se le había caído. No era nada tan grave, pero había días de inmovilidad. Otros de cojeo. Algunos de dolor muscular. Y algunos de total desesperación mía. Pero aterrizamos en Buenos Aires y mamá se convirtió en una acróbata. Caminaba por las calles de Palermo, corría detrás de un mono de esponja llamado Camilo en San Telmo y daba pequeños saltos cuando él la miraba fijo y le abría la boca, sorprendido. Mamá era una saltibamqui por Santa Fé, una mujer araña de las vitrinas de Florida, una atleta recorriendo la 9 de Julio. No había que parar. No podíamos parar. Un semáforo y nos aplastaban las pesadillas. Pero además mamá era ágil : flotaba por la ciudad más amable del mundo como si nunca hubiera sufrido un sólo desgarro Entonces, mientras la miraba dar vueltas una y otra vez por la feria de Recoleta, probándose aros, pulseritas y sombreros, supe que su inmovilidad era sólo una bandera blanca. Una rendición a la vida plana, al departamento céntrico, a la soltería eterna, a su soledad. Mamá se estaba entregando de a poco a sus tristezas. Esas que un día llegaron y se fueron quedando pegadas en el mismo lugar donde cayeron por primera vez.
Pero ahora era otra persona. Un conejo Duracell, saltando por Buenos Aires, suspirando porque alguien le había cambiado el guión de su vida. Porque las circunstancias la habían traído a un viaje que jamás pensó tener. Una noche, acostadas en el hotel, mirando Matrimonio con Hijos versión argentina (puro terrorismo televisivo) me lo dijo: "Pensaba que nunca más volvería a volar en avión, mijita. Pensé que me moría sin volver a esta ciudad". Después se eso se quedó dormida con las manos sobre su pancita redonda y empezó a roncar. Yo le saqué los lentes de la punta de la nariz y apagué la luz. Esa noche soñé que mamá flotaba en el aire. Y tiraba hacia la tierra muchas medialunas, como una cabra chica que hace una maldad.