22 abril 2009

Cosas de casa
Por Pepa Valenzuela

Recibí su ramo de novia vestida completamente de verde en la fiesta de matrimonio más linda en la que he estado. El ramo cayó justo sobre mis pies y mientras un montón de chicas se peleaban a manotazos por encontrarlo, yo sólo tuve que agacharme, sacarlo del suelo y flamearlo en el aire. La Andrea, la novia más espléndida que he visto, corrió a abrazarme y me dijo al oído que me quería mucho. Nos pusimos para la foto y se coló mi mamá, sonriente y jubilosa de tener al menos una evidencia de que no me quedaría vistiendo santos hasta la eternidad. Ahora Andrea y su marido Pablo, el nuevo hermano que gané con todo esto, planean comprarse una enorme casa en Chicureo. Y a mí por un lado me da una alegría inmensa que cumplan sus sueños en grande. Y por otro, me da pena que sea tan lejos de lo que es y será mi mundo. Pero así es: la gente se casa para elaborar futuros donde al principio sólo caben dos.

La Cata volvió hace poco a República Dominicana, pero esta vez sin mí. Regresó bronceada, descansada y contenta. Pero ahora sigue en la oficina sin ventanas ni luz natural en el centro de Santiago, calculando cosas que yo ni en tres reencarnaciones podré entender. A pesar de que yo haya olvidado por completo las tablas de multiplicar y ella lea nada más que los letreros de señalización del tránsito, creo que es la persona más parecida a mí que he conocido. No por fuera ni por resultados. Tan sólo por las ganas que a ambas nos mueven.

Me invitó a probar comida tailandesa en Providencia y a pesar de que no nos habíamos visto hace más de un año, fue como estar en familia. Nicolás tiene seis años menos que yo, pero unas ganas y una sabiduría que ya se la quisieran los treintones ciegos con quienes a veces me toca relacionarme. También, cree que se va a comer el mundo de dos mordiscos y que es sólo cuestión de tiempo para que le toque. A los quince años, cuando lo conocí, era igual. Y su confianza optimista, me resulta una paradoja. Porque por un lado se me sale la madre, protectora, desesperanzada que hay en mí para prevenirlo por si eso no sucede y por otro, la loca idealista que le dice que sí, sí, nos comeremos el mundo en dos mordiscos, Nicolás. Y todo el resto del mundo, está dopado.

Hace un mes que regresó de Pucón y no para de transmitir con el tema. Que las termas de no sé cuántos, que su amiga Isi tiene seis pinzas distintas para sacarse los pelos, que hay una señora que hace flores de madera, que volvió a las playas donde había acampado de niña con su papá. A sus 62 años, por primera vez mi madre viajó sola con amigas. Esperó toda una vida para entender que aparte del resto, debía hacerse feliz a sí misma también. Y yo, a pesar de la tardanza, me recogijo de verla así, tan independiente y llena de ideas. Porque esa es la madre que yo tuve desde que nací. Una mujer de armas tomar.

Me dice "hombre" y cuando ya es demasiado el amor, "princesa". Me dice por las noches que sueñe con los angelitos y también que pregunto demasiado, como si lo tuviera permanentemente en un interrogatorio. Lo pierdo completamente cuando dan el bloque deportivo en las noticias. También, cuando habla por teléfono con sus sobrinos o sus padres. Y me pide la opinión en todo: si me gusta el sofá nuevo que va a comprar, qué refrigerador le recomiendo para cambiar el viejo, cómo podría rejuvenecer su departamento y qué poleras creo que le quedan mejor. Me pide que le corte las uñas y que le saque cualquier imperfección que tenga en la cara. Y es el único hombre en este mundo al que le hago caso. Claro, sólo en algunas cosas. El resto, sabe que es batalla perdida y creo que a José, de cierta manera, le gusta mi oposición en casi todo. Porque mientras él es privado, dulce, callado, prudente, desprejuiciado, creyente y a ratos tímido, yo me vuelvo más hacia afuera, firme, habladora, imprudente, prejuiciosa, descreída y caradura. Por eso, me preguntaba a veces qué diablos era lo que le gustaba de mí. Y él, muy convencido un día, me contestó: "Todo". Le pedí al menos una excepción y me dio dos: muy enojona y muy garabatera-ordinaria. Qué le puedo hacer. Le di un beso mientras iba manejando y él se limpió de un manotón el brillo labial que le dejo pegado en la mejilla. Así es mi amor con José.